Por: Kyliel Castillas Magaña
Un paisaje bucólico en la negrura. Licántropo y Nosferatu trashuman por el musgo que se abandona estéril. Ya se ha trazado una brecha de palabras y lleva siempre a una misma fatalidad: es el laberinto que confluye en un secreto… Se encuentran con desgano; el miedo se multiplica en su mirada adyacente (son la duna y el árbol quienes han puesto el hielo en un incendio); el miedo es ilusorio aviso. El desconcierto produce el abrazo y el íntimo renacer de un instinto: es la bestia en la fusión. El poeta.
Lágrima, sangre y leche son una sola y misma sustancia regeneradora de la muerte: no hay palabra para definir lo inmaculado, todo está teñido de distancias que van desde el hombre hasta su propia entidad humana.
La promesa de un poeta no es realmente un recuento de polaridades: Eros y Tánatos, lo divino y lo infernal, no se oponen; se funden y difunden en un polvo de hilos muertos, vacío hasta de la misma indiferencia. El deseo se asume caído y por eso ama la muerte. Su destino es recrearse al ser vencido por la palabra, dolerse de sí mismo y refocilarse en su miseria… Por eso el erotismo que guía al texto es absolutamente andrógino, porque no hay dolor que no se agote en una lucha en que ternura y ausencia se inmolen la una a la otra.
Así como luz y sombra aparecen constantemente, los ojos ponen en abismo al texto: el lector lee mientras anochece en su mirada y las frases se suceden sin desbandarse. La luz aparece con el único objetivo de anunciar el regreso de la oscuridad a ras del suelo. Por eso los pies divagan y el poemario no es otra cosa que una bitácora de viajes: una teleología de lo infinito, sin forma, sin sentido, sin puerto ni existencia. El agua no es vida, sino otra suerte de desierto fulminado por el extravío:
Has visto, amada, cómo los navíos
parecen ser devorados por el océano abisal
en la noche negra que para siempre todo lo cubre?
Mira siempre la suerte del navío que es igual a la nuestra.
¡La noche devora igual a la embarcación grande
que a la pequeña!
La mirada es miedo, por eso la imagen se presenta plástica y descarada, descarnada y desplomada:
Más allá de las colosales catedrales del cristiano culpable,
de las avenidas empedradas donde el pobre comercia; incluso más allá
de los cristales luminosos de los prósperos y cómodos hostales,
abandonando tu cuerpo tendido sobre el delicioso camastro,
bello tu pensamiento vuela a descansar a un cementerio.
Es el amor que se anida en una pupila tenebrosa y no se humilla ante su propia destrucción. No renacimiento, sino ansia de morbilidad. La belleza más etérea, el más lánguido apego a sus influencias, se tornan infectos incluso en momentos como éste, donde las catedrales advierten cielo y verticalidad. Sin embargo, Muerte, postrada en el planeta, opta por su descanso.
El sujeto lítico, trastornado, peregrina por el mito clásico al reinventar a una Penélope que no teje y desteje; pero escribe e incendia y “desgarra sus ropas, y en vano clama al horizonte”. El sujeto lírico valida el mito apócrifo judeocristiano y lo infecta de vampiros aullantes; se hunde en una piedra y, ya muerto, se recuesta en su acabada existencia. Clama por su propia destrucción.
Dejen que los perros laman la sangre coagulada,
que los cuervos coman mis ojos y se roben mis zapatos.
Yo quedaré como el sediento que cae sobre el desierto:
dormido sobre una roca plana, exhausto
y sin regreso.
El poeta ha trazado una vertical desde sus ojos hacia sus zapatos que deambulan muertos: pero hasta esa línea está “dormida en una roca plana…”. Su creación no se “cierne sobre la superficie de las aguas” (Génesis I: 1) como un espíritu genésico, sino que yace sobre su espalda, justo en la posición repudiada por Lilith. La voz de La promesa de un poeta parece anhelar el amoroso reencuentro en que Dios y divinidad cohabiten para siempre e inicien su nuevo clan. Uno dotado de vida… y susceptible de la muerte.